Moby DickLa ballenaHerman Melville
Hace 174 años -un 14 de noviembre de 1851- apareció por primera vez Moby-Dick, la ballena blanca. Aquel gran leviatán literario emergió para convertirse en una de las obras mayores de la narrativa norteamericana. Herman Melville nos embarca en el Pequod, un ballenero comandado por el implacable capitán Ahab y cuyo viaje conocemos a través de la voz de Ismael, uno de los integrantes de la tripulación.
Debo admitir que, al principio, no era una lectura que me llamara particularmente. Tan solo ver aquel volumen descomunal me producía una especie de desazón anticipado. Además, la historia había sido endulzada, manoseada y exprimida hasta el cansancio por el cine y la televisión. Lo irónico -y aquí Melville podría guiñarnos un ojito desde el siglo XIX- es que la novela, que efectivamente es una gran novela, me mantuvo en vilo: solo hasta el capítulo 133 (de un total de 135) la famosa bestia blanca se digna a aparecer.
La advertencia estaba ahí, desde la introducción: no sería una lectura sencilla. En Estados Unidos, su lectura es obligatoria en la escuela, en un paralelo más o menos equivalente al papel del Quijote en España. Allá se dice que Moby-Dick es “un libro para hacer una tesis”, y no es exageración. La obra es compleja, tupida de alegorías, repleta de referencias religiosas, políticas y filosóficas que desbordan con generosidad y paciencia del lector mediante.
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| Melville, viendo como aún no lees Moby-Dick |
No puedo dejar de mencionar que los soliloquios de los tripulantes del Pequod están impregnados de una poesía profundamente prosáica -poema en prosa en su mejor acepción, si se me permite la aclaración-. Sorprende el dominio de la pluma de Melville: el lenguaje, las imágenes, su ritmo, y sobre todo, la elegancia precisa con la que escoge cada palabra para nombrar una acción o un pensamiento. Ese es, creo, el sabor que más perdura después de terminar el libro. Y, al mismo tiempo, deja la vara peligrosamente alta para quienes se dedican a escribir: uno siente que el lenguaje cotidiano -y en particular el español- se desliza hacia una decadencia que a veces parece irremediable. Son pocos quienes lo mantienen vivo y en su sitio; la mayoría apenas logra expresarse con claridad y adopta con descaro decenas de anglicismos que, lo confieso, detesto.
Leer esta novela me espabiló el sentido autocrítico y me hizo querer afinar más mis futuros escritos. Y, ya entrado en alegorías, me atrevo a ver en la sociedad un Pequod lingüístico a la deriva, amenazado por la decadencia del propio idioma. Al final, el barco se hunde, sí, pero Ismael sobrevive. Y en ese gesto mínimo -un solo hombre aferrado a un ataúd salvavidas- me gusta pensar que también sobrevive nuestro idioma.
Después de todo, la espera interminable por la aparición de la ballena, así como la monomanía incesante de Ahab, me dejan entrever un espejo curioso en nuestra relación con el lenguaje. Así como Melville se tomó su tiempo -más de cien capítulos- antes de mostrar a su criatura, también nosotros vamos recorriendo, bordeando y, a veces, esquivando el sentido poderoso de las palabras, hasta que finalmente se revela la frase exacta, la palabra precisa. Leer Moby-Dick me recordó que el idioma, cuando se cultiva con rigor y paciencia, puede seguir siendo un territorio vasto, indómito y vivo.
Pienso que el hundimiento del Pequod a manos (mandíbula, aletas y cola) de la ballena, adquiere un significado inesperado: la nave, cargada de obsesiones y desvaríos, se pierde; pero Ismael se salva. Él es el testigo, el que convierte el desastre en relato. Y, llevado al terreno de la metáfora, quizá en ese único sobreviviente se encuentre lo que hoy necesitamos: una conciencia despierta que vigile la claridad del idioma frente a su propio oleaje de decadencias y modas pasajeras.

