Hace algunas semanas terminé de leer La historia del tiempo de Stephen Hawking. Un libro fascinante... pero complicado. Y eso que el propio Hawking, en la introducción, promete que no incluiría ninguna ecuación porque -cito- eso le reduciría las ventas a la mitad. Sin embargo, sí coló la más célebre de todas: la de Einstein. No se resistió.Este libro habla de cosas grandes. Y cuando digo grandes, me refiero a la velocidad de la luz, la gravedad, la radiación, las estrellas, la mecánica cuántica, y de paso, unos cuantos físicos que se han quebrado la cabeza tratando de entender de dónde salió todo este enredo llamado universo. Si todo comenzó con el Big Bang, ¿qué había antes? ¿Y quién encendió la mecha?
Hawking, con una prosa brillante y elegante, también habla de Dios. No lo ataca, pero lo deja en una posición incómoda. Dice que: "la gente ha llegado a creer que Dios permite que el universo evolucione con un conjunto de leyes en las que él no interviene para infringirlas". Es decir, si Dios creó el universo, lo hizo con el manual bajo el brazo y después se desentendió. Lo más travieso es que, en medio de toda su genialidad, Hawking nos trollea desde su silla y su teclado, con esta joya: "Si usted recuerda cada palabra de este libro, su memoria habrá grabado alrededor de dos millones de unidades de información: el orden de su cerebro habrá aumentado aproximadamente dos millones de unidades... y eso si usted recuerda todo lo que hay en este libro".
La lectura fue una delicia. Enriquecedora y compleja, como debe ser. Eso sí, necesitaré una segunda vuelta para que me baje bien, como con el Pedro Páramo de Rulfo: a la primera, no entiendes nada; a la segunda, todo comienza a tener sentido. Es un libro que merece la relectura.
Lo mejor, sin embargo, no fue ni Hawking ni las ecuaciones. Fue encontrar, entre sus páginas, una nota manuscrita de mi papá. Eso fue lo más bonito. Lo demás -el universo, el tiempo, la expansión del universo- puede esperar.
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